Quedaban apenas 48 horas para el día más importante de mi carrera profesional, para que viera la luz la exposición en que llevaba casi dos años trabajando, pero en lugar de estar ultimando los detalles o aprovechando el fin de semana para descansar ante lo que se avecinaba, estaba a casi 400 kilómetros de casa, en un pequeño pueblo de León, levantando el suelo de una iglesia cuya puerta acababa de forzar.
“Caray con la mosquita muerta”, que dirían mis compañeras de la carrera, pues durante los cuatro años que cursé Historia del Arte la mayor infracción que me habían visto cometer era cruzar el semáforo en rojo. Destrozos, allanamiento y delito contra el patrimonio histórico…en 48 horas. ¡Vaya manera de empezar mi historial delictivo!
¿Qué cómo legué aquí? Debería remontarme al jueves, dos días antes de estos sucesos. Entonces mi cabeza hervía, pero por motivos muy diferentes. Estaba dando los últimos toques a una exposición que cumplía de una tacada varias de mis aspiraciones.
Siempre había tenido una pequeña obsesión por los trajes de boda, por el significado personal que tienen para la mujer que los lleva, por los múltiples detalles y secretos ocultos que guardan y, sobre todo si hablamos del pasado, por lo que a través de ellos se puede deducir de una persona. Y ahora había conseguido reunir una muestra única y que no se organizaba en una capital, sino en mi pueblo, en la ciudad de mi vida, en Morón de Almazán.
Para alguien que se había pasado la última década diciendo que todos tenemos que poner nuestro granito de arena contra la despoblación y que decidió regresar a casa en lugar de quedarse en Madrid, era un momento muy especial. Una ocasión de atraer visitantes a la ciudad. Un premio a esa ardua labor llevada a cabo durante los últimos años, en los que había vendido el proyecto a las instituciones para conseguir su respaldo y negociado con los propietarios de los diferentes trajes y atuendos de todas las partes del mundo que conformarían la muestra.
Todo estaba hecho, pero aún seguía cambiando cosas. Me había dejado la llave del Museo del Traje Popular, que era donde se llevaba a cabo, y me había acostumbrado a quedarme allí hasta altas horas de la noche. Era un espacio ideal.
Literalmente un Palacio, pues se trataba del de los Hurtado de Mendoza, reconvertido ahora con esa nueva función.
La exposición era mi pequeña niña y no podía reconocer tener favoritos, pero la realidad es que la zona que más me fascinaba estaba en la segunda planta, donde los 17 trajes de novia de diferentes épocas y zonas de España me parecía una forma de viajar y conocer el pasado en sólo unos metros. Allí fui, pasando por ese vestido de La Almarcha, sin aberturas, cargado de amuletos y relicarios para evitar que a la novia le echaran un mal de ojo; y directa al que me había enganchado desde el primer momento, el llegado del Museo de una localidad leonesa llamada Valencia de Don Juan.
La decoración bordada en la lana negra me atrapaba y de repente estaba revisando de cerca y tocando cada pequeño detalle de aquella obra de arte. El jubón, el manteo, la camisa de lino … y el justillo, donde encontré algo extraño que lo cambió todo. Algo abultado, aunque inapreciable a primera vista, estaba como metido dentro de él. Un papel cosido dentro, oculto quizá desde hace casi 200 años y que al trasluz se veía escrito.
Dejé el vestido y me fui de casa, intentando olvidarlo, pero sin poder sacarlo de mi cabeza. En la cama, dando vueltas, me preguntaba qué sería. En la entrevista con un medio local que tenía a la mañana del día siguiente, pese a ser la quinta y tener el tema controlado, estuve más distraída y dispersa que en ninguna otra. Y cuando volví al Museo, pese a que intentaba evitar esa segunda planta para no toparme con el traje, no podía pensar en otra cosa.
Estaba obsesionada e hice algo imperdonable para una persona de mi situación: abrir el vestido para sacar lo que hubiera en su interior. No me justificaré, da igual lo que encontrara, no sólo traicionaba la confianza de los responsables del Museo que me lo habían cedido, sino que trastocaba una reliquia y me metía en un serio problema legal si me pillaban. Pero dejaré de lado el aspecto moral y los detalles sobre cómo las horas de costura con mi madre me permitieron abrir y cerrar el terciopelo como para sacar el papel y cerrarlo, para pasar a contar qué es lo que reflejaba.
En letra clara, con las palabras muy separadas, había un mensaje: “Mientras viva, este vestido estará conmigo y no saldrá de mi arca. Si estás leyendo esto, haz la justicia que yo no pude hacer. Cuando el bordado se abra a los pe de San Bartolomé encontrarás la verdad”;
Con los ojos como platos y os nervios a flor de piel, no exagero si digo que releí medio centenar de veces en la siguiente media hora esas 38 palabras. Como una mensajera del tiempo, la dueña de aquel vestido me hablaba y me pedía ayuda más de un siglo después de su muerte, pero no entendía a qué se refería, así que repasé lo que sabía de él. La boda se había celebrado en la segunda mitad del siglo XIX en un pueblo de la provincia de León llamado Aldea de Valdoncina y, dado cómo era el atuendo de ese día, la familia de la novia debía tener un alto poder adquisitivo. Pero ninguna pista sobre a qué secreto se podría referir ni si la referencia para encontrarlo era metafórica o real.
Me fui a casa dándole vueltas al mensaje y, al llegar, abrí el ordenador para buscar información sobre esa localidad. Y allí encontré que lo que me recomendaban ver en Aldea era … la antigua iglesia de San Bartolomé Apóstol. Entonces empezaron las preguntas: ¿Y si era a ese edificio al que hacía alusión la nota? Si de verdad había dejado algo ahí, ¿seguiría tantísimo tiempo después?
Era pura especulación. Suponía buscar una aguja en un pajar. Pero, como puedes imaginar, una vez llegado hasta este punto, iba a intentar ir hasta el final de esta historia. Por eso, a la primera hora de la mañana siguiente, cogí el coche, puse Aldea de la Valdoncina en el GPS y me dirigí a conocer la localidad de mi amiga desconocida del siglo XIX.
Tres horas y media después llegaba a mi destino. No era muy grande y no tardé en encontrar el lugar que centraba mi interés. Al fondo de una especie de plaza triangular, con casas tanto junto al camino a su izquierda como en la carretera a su derecha, estaba la iglesia que confiaba pudiera ayudar a desvelar el misterio. Cerrada, aunque únicamente con un candado que fijaba el clásico pestillo alargado de las puertas antiguas.
Eso sí, entrar no me costó mucho, porque apenas a los dos minutos de llegar, una voz a mi espalda me preguntó qué deseaba. Le dije que estaba de turismo por la zona y me gustaría ver el interior del edificio, que quién podría abrirme, y resultó que él era el presidente de la Junta Vecinal y tenía la llave, por lo que si le daba tres minutos para ir a buscarla a casa no tenía problemas en enseñarme el edificio.
Más que mostrármelo, lo que hizo fue permitirme pasar y decirme que le avisara cuando hubiera terminado, que estaría sentado en el banco de la entrada leyendo el periódico. Le di las gracias y comencé a recorrer esos pequeños metros cuadrados de los que no había encontrado ninguna imagen en internet y me había estado imaginando en mi mente de mil y unas formas.
¿La verdad? Es que no tenía nada especial, era una clásica iglesia de pueblo, bonita sin detalles ostentosos. Pero daba igual, porque en el lado izquierdo estaba una figura que había llamado mi atención. Creo que incluso di una pequeña carrera hacia ella y cuando comprobé en el cartel que era San Bartolomé se me aceleró el pulso. De ser correctas mis suposiciones, que ya era mucho decir, lo que aquella mujer hubiera dejado tenía que estar allí.
Sin embargo, por mucho que miré y toqué los pies de la imagen, ahí no había nada. Ya me iba a dar por vencida y lamentarme por todas las estupideces que había cometido en los últimos días cuando entonces miré al suelo y lo vi. Marcada en una madera concreta había una especie de figura. Para cualquiera podría haber pasado desapercibida o la hubiera dado como reciente y obra de algún gamberro. Pero, de tanto mirarlo, yo me sabía aquel vestido de novia de memoria y esos trazos eran exactamente los mismos que los que había bordados en él. “Cuando el bordado se abra a los pies de San Bartolomé”. ¡Lo había escondido bajo esa madera!
Obviamente mi anfitrión no iba a ser tan solicito si le contaba mis intenciones, así que le di las gracias, me acerqué al cercano León a comprar una cizalla y esperé a que se hiciera de noche. Y así, como una vulgar ladrona, rompí el candado y entré con la única iluminación de la linterna de mi móvil en busca de la madera con el dibujo.
No había ninguna luz encendida en las casas, pero recé para que el ruido no despertara a nadie. Y es que, en mi visita previa a la ferretería, había comprado un taladro especial para quitar tarimas, confiando en que funcionara también para mi propósito. Lo hizo y, al levantarlo, allí estaba. Otra hoja escrita con la misma letra que la que había encontrado en el vestido.
“El 12 de julio de 1877, una semana antes de mi boda, Alfonso XII visitó León. Se encaprichó de mí, yacimos juntos y diez meses después nació mi hijo Carlos Alonso Guereño. Su padre real será mi marido, él le criará, pero su sangre es real”. Firmado, a 7 de agosto de 1878, María Guereño.
Estaba alucinando, pero sorprendentemente tuve la sangre fría de coger el papel, colocar la madera y salir de la iglesia confiando en que nadie le diera mayor importancia al candado roto al no faltar nada dentro. Entré en el coche y, desde ese primer momento y durante muchas semanas después, comencé a buscar datos.
Lo normal es que fuera una locura, como todo en esta historia, pero muchos cuadraban. En esas fechas, jueves 12 y viernes 13 de julio de 1877, las crónicas relatan una visita del llamado “El Pacificador” a tierras leonesas, donde recorrió las calles siendo vitoreado, visitó los principales monumentos y durmió en el Palacio Episcopal. A nadie le sorprendería que el rey, aún soltero en ese momento, hubiera querido pasar la noche acompañado. Y por supuesto, en esa época, los deseos u opinión sobre ello de la mujer elegida habrían sido irrelevantes.
Lo curioso es que, de ser así, Carlos Alonso sería el primer hijo de Alfonso XII, el heredero en caso de haber sido legítimo. Pero fue uno de esos casos españoles que emigró a América, con la buena suerte para que yo pudiera seguirle la pista de que hizo fortuna y volvió a España con dinero y una empresa de éxito. Y tirando de ese hilo llegué a ti. Sí, Marcos, Carlos es tu bisabuelo. Esta es la historia de tu familia. Que sea real o no, no puedo afirmarlo ni averiguarlo. Pero te escribo esta carta porque considero que debías conocerla. Si quieres hablar conmigo, la exposición sobre los vestidos de novia sigue abierta y allí podrás encontrarme. Seguramente junto al vestido de tu antepasada, ese sobre el que he añadido en el cartel, sin que nadie de mi entorno lo entienda, el sobrenombre de “El vestido de una reina”.
Geni