La Diócesis de Osma – Soria ha querido transmitir este miércoles 3 de junio el testimonio de este enfermero, que durante estos meses ha estado en la primera línea de batalla contra el coronavirus.
“Dios ha cuidado de mí para que yo pudiera cuidar de sus hijos enfermos”
La pandemia de la COVID-19 superó todas las expectativas de los responsables sanitarios. Llegó imparable el 13 de marzo. Enseguida se quedó pequeña la UCI y hubo que montar de manera precaria y urgente una UCI extendida en los servicios de Reanimación y CMA (Cirugía Mayor Ambulatoria). Se llegaron a ocupar 25 camas.
El mes de marzo fue muy duro tanto por el volumen de trabajo como por el desgaste emocional que nos producía el cuidado de los pacientes ingresados. Los enfermos de mayor edad fallecían y el resto, lejos de mejorar, se agravaban. Hasta el 22 de abril no tuvimos la satisfacción y la emoción de dar de alta al primer paciente con coronavirus. Mientras, habíamos padecido 7 muertes y otros tantos traslados a otros hospitales con más medios técnicos.
En estos tres meses de pandemia hemos experimentado de cerca la frustración y la decepción porque nuestros tratamientos y cuidados no resultaban efectivos y los pacientes no mostraban la mejoría esperada. Hemos llorado y acompañado en el dolor a tres compañeras por la muerte de sus madres y su padre. Hemos sentido miedo de contagiarnos y de contagiar a nuestros familiares. Hemos dado ánimos a nuestras compañeras que han estado en cuarentena al dar positivo en los test. Hemos sentido rabia por no contar desde el primer momento con los EPIs (equipos de protección individual).
A la vez, hemos dado las gracias por la generosidad de empresas, asociaciones y personas individuales que nos han regalado prendas de los EPIs y obsequiado con diversas bebidas y alimentos. No nos cansaremos de dar gracias por tantas muestras de solidaridad. Nos hemos sentido arropados por vuestros aplausos.
Junto a la preocupación por la evolución de los enfermos, otro momento delicado ha sido informar los familiares. Decir un día y otro día y varios días más que tu esposo o tu hijo o tu padre no mejora, incluso que va a peor, ¿a quién le gusta? Por su parte, los familiares se tenían que fiar de la información que el médico les proporcionaba porque no podían entrar a visitar a su pariente enfermo en el hospital. Lo único que podían hacer era llorar y rogar que, por lo menos, su ser querido no sufriera; ¡cuántas veces nos han pedido que les dijéramos que les querían mucho!
El momento de comunicar el fallecimiento de un paciente resulta desgarrador y se exacerban los sentimientos de incredulidad, desconsuelo, angustia por no poder desahogarse, pesar de no haber podido despedirse. Ha sido un duelo totalmente deshumanizado.
Y, a pesar de todo esto, hay que continuar atendiendo a los otros pacientes. Sacando fuerzas de flaqueza y asumiendo el dolor y las condiciones precarias, el estrés y el miedo, renovar el ambiente de trabajo para que se respire serenidad, armonía, solidaridad, ayuda mutua, junto al esfuerzo y las palabras de ánimo y aliento entre el personal de UCI.
Personalmente, no he sentido miedo. He procurado protegerme razonablemente a la hora de cuidar de los pacientes y, a la vez, he puesto mi confianza en la Providencia amorosa de Dios Padre. Él cuida de mí para que yo pueda cuidar de sus hijos enfermos.
Aunque no hemos podido celebrar con normalidad la Semana Santa, yo he recordado la Pasión de nuestro Señor en el rostro y en el cuerpo de nuestros enfermos. Más de una vez, he recordado el pasaje del profeta Isaías: “Desfigurado, no parecía hombre ni tenía aspecto humano […] Sin figura, sin belleza, lo vimos sin aspecto atrayente, evitado, ante el cual se ocultan los rostros” (Is 52, 2-3).
Y, ante el aparente sinsentido de tanto dolor y sufrimiento en el cuerpo de los enfermos y en el corazón de sus familiares, San Pablo ha venido en mi ayuda para recordarme: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que le falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Yo no me alegro por los sufrimientos de los enfermos ni por el dolor de sus familiares pero sí confío en que sus heridas y su sangre derramada, sus lágrimas y sus pesares -junto a las heridas y la Cruz de Cristo- laven, limpien y sanen/salven a los miembros de la Iglesia y a todos los hijos de Dios dispersos por el mundo.
El día de la Pascua anuncié a mis compañeras en el whatsapp de la UCI: “En medio de esta pandemia, que nos tiene secuestrados en casa con miedo y temor, también con desconfianza, los cristianos celebramos la victoria de Jesús sobre toda clase de esclavitud, sobre el miedo, el temor, la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte. ¡HA RESUCITADO! Y nos llena de alegría y esperanza. También de confianza porque vamos a superar esta situación y vamos a sonreír fundiéndonos en un gran abrazo. ¡Ánimo, la pandemia ya va vencida Verdaderamente ha resucitado el Señor!”.
Todavía cuidamos a varios pacientes infectados de coronavirus. Su recuperación es lenta, persistentemente lenta. Pero no desfallecemos. Están implicados los esfuerzos técnicos y médicos, el cuidado y el cariño del personal sanitario y hospitalario, la solidaridad de los ciudadanos y de las diferentes instituciones y asociaciones, la oración de los creyentes y, por encima de todo y uniéndolo todo, el amor de Dios, que envió a su Hijo, Jesús, para que tengamos vida y una vida abundante (cfr. Juan 10, 10).
Herminio García Verde
Enfermero en la UCI del Hospital “Santa Bárbara”